Hoy, y en el primer día de Navidad, caemos de rodillas para rezar la parte del Credo: "por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre". Estamos asombrados con la humildad extrema del Señor haciéndose hombre. Además, su Encarnación establece el tono de humildad por milenios desde la pobreza del pesebre en Belén, a la oscuridad de Su vida en Nazaret como carpintero, desde la extrema humildad de Su muerte por crucifixión hasta la incomprensible humildad del Señor dándose a nosotros en la Comunión bajo los aspectos de pan y vino.

Porque Dios es Amor (1 Jn 4:8, 16), Él es humilde hasta el extremo. A mayor experiencia de amor verdadero, más nos damos cuenta que el crecimiento profundo de amor significa más humildad. María parece que reconoció esto, porque cuando el Ángel Gabriel anunció la Anunciación, ella respondió en amor:

'Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho" (Lc 1:38). Cuando nos vemos como siervos del Señor (o más bien esclavos), somos humildes. Además, cuando permitimos "que se cumpla" en lugar de "hacer a nuestro modo", estamos amando al Señor y humillándonos.

La humildad que el Señor expresa en su Encarnación es un misterio insondable. El sentido de Su humildad puede ser muy diferente de nuestra idea humildad. En esta fiesta de la Anunciación, vamos a pedir al Jesús Encarnado que nos enseñe a ser manso y "humilde de corazón" (Mt 11:29).

Rescripto:  †Reverendísimo Joseph R. Binzer, Obispo auxiliar y Vicario general de la Arquidiócesis de Cincinnati, 16 de julio de 2018

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