Si simplemente obedeciéramos los mandamientos de Dios, la Navidad sería fantástica, nuestra prosperidad fluiría como un río, y nuestra reivindicación como las olas del mar (Is 48:18). Nuestros descendientes serían tan numerosos como los granos de arena y nuestro nombre nunca se cortaría (Is 48:19). No habría nada que nos detuviera.

El Señor dice: "¡Ojalá mi pueblo me escuchara, e Israel siguiera mis caminos! ¡Yo sometería a sus adversarios en un instante!" (Sal 81:14-15) Sin embargo, parecemos "a esos muchachos, sentados en la plaza" (Mt 11:16). Desobedecemos a otros, pero queremos que otros nos obedezcan. Necesitamos que alguien nos enseñe obediencia. La gente ideal para este trabajo son los padres. Los padres desean y desarrollan la obediencia en sus hijos.

Cuando Jesús desde la cruz le dijo a María que nos adoptara y fuera nuestra madre (Jn 19:26), nos estaba dando a alguien que nos enseñaría obediencia. María fue, y todavía es, perfectamente obediente, y siempre hacía la voluntad del Padre. Ella es a la vez un padre y una experta en obediencia. Ella puede enseñarnos a confiar en la gracia del Señor y a obedecer. Ella nos exhorta constantemente a obedecer a Jesús y a hacer "todo lo que Él nos dice" (Jn 2:5). Con María, podemos decir y vivir: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho" (Lc 1:38).

Rescripto:  †Reverendísimo Joseph R. Binzer, Obispo auxiliar y Vicario general de la Arquidiócesis de Cincinnati, 25 de julio de 2017.

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